¿Cuál es nuestro sello en el cine chileno? Parte 3

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Previamente hablamos de lo muy presente que está la sexualidad en las tramas del cine chileno, también tocamos un hilo delicado de nuestra historia como lo fue la dictadura, la cual no solo cambió la historia de Chile, sino que también el modo en que relatamos. En esta ocasión, nos convocan aquellas películas que son «difíciles de ver».

La principal función del cine en general es provocar emociones en sus espectadores, desde miedo hasta risa. Pero, existe algo tanto más abstracto que provoca rechazo. Hablamos de la incomodidad, muchas películas chilenas tienen la particularidad de poder provocarnos esta perturbación constante y aún así mantenernos al borde del asiento en todo momento.

«El bosque de Karadima» del 2015, dirigida por Matías Lira, nos genera esta sensación desde el primer instante en que vemos al padre Fernando Karadima. La presentación de este personaje es destacable debido a que nos muestra un hombre que a primera vista es venerable, pero el detalle narrativo de los acólitos vistiéndolo sin escrúpulo, nos da pie a pensar lo peor de él.

La película en todo momento tiene un ambiente denso, donde somos testigos de cómo se van cruzando innumerables líneas que no se deberían topar como tocaciones, masturbación, abusos como tal, escenas sexuales tan desconcertantes y chocantes que es imposible no sentirse asqueado por la situación que toma lugar en pantalla.

Por otro lado, la película «Matar a un hombre» de Alejandro Fernandez, estrenada el 2014 nos sitúa en la piel de un hombre de familia. Más allá de la trama en general y el proceso evolutivo de impotencia, venganza y arrepentimiento, por el que pasa el protagonista, la forma en que la historia se narra nos envuelve por completo.

Situaciones tan detalladamente realistas que pone nervioso a cualquiera. Por ejemplo, cuando Jorge camina a su casa en medio de una manada de ladrones que terminan por asaltarlo, podemos sentir como espectadores el momento exacto en el que a nosotros se nos pone la piel de gallina a cada paso que da.

Así mismo, la escena donde Jorge mata a Kalule, aún con el rifle en la mano y todas las posibilidades de volarle la cabeza de un disparo, el pesar de tomar una vida es mayor y opta por el método que menos ensucia sus manos. Sin embargo, eso no lo salvó de ensuciar su conciencia, lo cual, finalmente, lo lleva a entregarse.

«El Club» dirigida por Pablo Larraín, del 2015, nos posiciona en una extraña situación que combina la paz y la intranquilidad de un modo majestuoso. Cuatro sacerdotes y una monja en una casa de «retiro espiritual» que en realidad es una metafórica cárcel para ellos, no solo por sus pecados, sino que principalmente sus crímenes contra la sociedad.

Un paisaje lleno de una tranquilidad casi celestial, incluso sepulcral. La presencia de un ente fantasmagórico y acosador pone en riesgo esa paz a la que ellos están acostumbrados, el ángel de la muerte representado en Sandokan, un hombre que pone en jaque a los sacerdotes.

La película entera nos eriza la piel, caemos en la empatía con los sacerdotes a la vez que repudiamos lo que son, sin duda alguna cualquier palabra que pueda escribir aquí, no sería suficiente para plasmar lo inefablemente magnífica e inquietante que es esta película.

El cine chileno es lo que somos, todos y cada uno de nosotros, cada una de nuestras historias. Estamos hechos de sexo, cicatrices de la dictadura y de una realidad actual más cruda que cualquiera.

¿Un detalle? Muchas de las películas mencionadas están basadas en historias reales, y las que no… bueno, no se alejan para nada de esta.

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